GRADO SEPTIMO

DANIEL

Segundo hijo de David nacido en Hebrón; su madre fue Abigail. (1Cr 3:1.) Sobresaliente profeta de Jehová que pertenecía a la tribu de Judá, y escritor del libro que lleva su nombre. Se sabe muy poco de su juventud, si bien se dice que se le llevó a Babilonia, probablemente cuando era un príncipe adolescente, junto con otros miembros de la realeza y de la nobleza. (Da 1:3-6.) Esto ocurrió en el tercer año (como rey tributario a Babilonia) del reinado de Jehoiaquim, año que dio comienzo en la primavera del 618 a. E.C. (Da 1:1.) Después de la ignominiosa muerte de Jehoiaquim, su hijo Joaquín gobernó durante unos meses antes de rendirse. A principios del año 617 a. E.C. Nabucodonosor se llevó al cautiverio a Joaquín y otros “hombres de nota”, así como al joven Daniel. (2Re 24:15.)

DANIEL Y EL HORNO ARDIENTE

Nabucodonosor erigió en la llanura de Dura una imagen de oro que medía 60 codos (27 metros) de altura y 6 codos (2,7 metros) de anchura, al parecer con el objetivo de fortalecer la unidad de su imperio. Hay quienes creen que era una simple columna u obelisco. Por otra parte, puede que consistiera en un pedestal muy alto sobre el que se alzara una enorme estatua con forma humana, que representara tal vez a Nabucodonosor mismo o al dios Nebo. En cualquier caso, el imponente monumento constituía un símbolo del Imperio babilónico, y todos debían verlo y venerarlo como tal (Daniel 3:1). Pero los  judíos, sabían del mandato de  “No debes hacerte una imagen tallada ni una forma parecida a cosa alguna que esté en los cielos arriba o que esté en la tierra debajo o que esté en las aguas debajo de la tierra. No debes inclinarte ante ellas ni ser inducido a servirlas, porque yo Jehová tu Dios soy un Dios que exige devoción exclusiva” (Éxodo 20:4, 5). Por consiguiente, cuando comenzó la música y los reunidos se postraron ante la imagen, tres jóvenes hebreos —Sadrac, Mesac y Abednego— permanecieron de pie (Daniel 3:7).

Enfurecido, Nabucodonosor ordenó a sus siervos que calentaran el horno siete veces más que de costumbre y luego mandó a “ciertos hombres físicamente capacitados de energía vital” que ataran a Sadrac, Mesac y Abednego y los arrojaran en el “horno ardiente de fuego”. Siguiendo sus instrucciones, los echaron en el fuego,  atados y vestidos por completo, quizá para que ardieran lo más rápidamente posible. No obstante, fueron los siervos de Nabucodonosor quienes perecieron abrasados (Daniel 3:19-22).

Pero algo insólito estaba ocurriendo. Aunque Sadrac, Mesac y Abednego se hallaban en medio del horno de fuego, las llamas no los consumían. ¡Imagínese el asombro de Nabucodonosor! Pese a que los habían arrojado bien atados a aquel fuego devorador, aún seguían con vida, y hasta se paseaban entre las llamas con toda libertad. Pero Nabucodonosor se percató de algo más. “¿No fueron tres los hombres físicamente capacitados que arrojamos atados en medio del fuego?”, preguntó a los encumbrados funcionarios reales. “Sí, oh rey”, respondieron. Nabucodonosor gritó: “¡Miren! Contemplo a cuatro hombres físicamente capacitados que se pasean libres en medio del fuego, y no sufren daño, y la apariencia del cuarto se asemeja a un hijo de los dioses” (Daniel 3:23-25).

Nabucodonosor se acercó a la puerta del horno ardiente y exclamó: “¡Sadrac, Mesac y Abednego, siervos del Dios Altísimo, salgan y vengan acá!”. Los tres hebreos salieron caminando de en medio del fuego y sin duda dejaron atónitos a cuantos presenciaron aquel milagro, entre ellos los sátrapas, prefectos, gobernadores y altos funcionarios. ¡Era como si aquellos tres jóvenes nunca hubieran entrado en el horno! Ni siquiera olían a humo, y ni uno solo de sus cabellos se había chamuscado (Daniel 3:26, 27).

 

DANIEL Y EL FOSO DE LOS LEONES

El rey de Babilonia es ahora un hombre llamado Darío. Daniel le agrada mucho a él por lo bueno y sabio que es, y Darío lo hace un gran gobernante en su reino. Por esto, otros hombres envidian a Daniel, y hacen esto:

Van a donde Darío y dicen: ‘Todos queremos, oh rey, que hagas una ley que diga que por 30 días nadie debe orar a ningún dios ni hombre sino a ti, oh rey. Si alguien desobedece, debe ser echado entre los leones.’ Darío no sabe por qué estos hombres quieren esta ley. Pero cree que es buena idea, y escribe la ley. Ahora la ley no puede ser cambiada.

Cuando Daniel oye de esto, va a su casa y ora como siempre lo ha hecho. Los hombres malos sabían que Daniel no dejaría de orar a Jehová. Se alegran, porque parece que van a alcanzar lo que quieren, librarse de Daniel.

Cuando el rey Darío se da cuenta de lo que está pasando, se pone triste. Pero no puede cambiar la ley, y tiene que mandar que echen a Daniel en el hoyo de los leones. Pero el rey le dice a Daniel: ‘Espero que el Dios a quien tú sirves te salve.’

Darío está tan inquieto que no puede dormir esa noche. A la mañana siguiente corre al hoyo de los leones. Ahí lo ves. Él grita: ‘¡Daniel, siervo del Dios vivo! ¿Te pudo salvar de los leones el Dios a quien sirves?’

Dios envió su ángel,’ contesta Daniel, ‘y cerró la boca de los leones para que no me hicieran daño.’

El rey se alegra mucho. Manda que saquen a Daniel del hoyo. Entonces echa entre los leones a los hombres malos que trataron de librarse de Daniel. Hasta antes de que estos hombres malos lleguen al fondo del hoyo de los leones, éstos los agarran y les rompen todos los huesos.

Entonces el rey Darío escribe a todo su reino: ‘Respeten todos al Dios de Daniel. Él hace grandes milagros. Él salvó a Daniel de que se lo comieran los leones.’ Daniel 6:1-28.

NOE

Hijo de Lamec y décimo hombre en la línea desde Adán por medio de Set. Nació en el año 2970 a. E.C., ciento veintiséis años después de la muerte de Adán. Cuando Lamec dio a su hijo el nombre de Noé, dijo: “Este nos traerá consuelo aliviándonos de nuestro trabajo y del dolor de nuestras manos que resulta del suelo que Jehová ha maldecido”. (Gé 5:28-31.)

El mundo en el que vivía Noé había degenerado. En aquellos días, ciertos ángeles habían abandonado su propio y debido lugar de habitación y se habían casado con las hijas de los hombres, de modo que habían engendrado una raza de “hombres de fama” que recrudecieron la violencia que llenaba la tierra (Gé 6:1-4; Jud 6), hasta “que toda inclinación de los pensamientos del corazón [del hombre] era solamente mala todo el tiempo” y la tierra estuvo “arruinada, porque toda carne había arruinado su camino sobre la tierra”. (Gé 6:5, 11, 12.) No obstante, Noé evitó la corrupción, de suerte que la Palabra de Dios dice que era un “hombre justo” que “resultó exento de falta entre sus contemporáneos“ y “andaba con el Dios verdadero”. (Gé 6:8, 9.) De él se podía decir con toda propiedad que estaba “exento de falta”, pues a diferencia de aquel mundo impío, satisfizo plenamente lo que Dios requirió de él.

Las bendiciones postdiluvianas y el pacto del arco iris. Después de pasar aproximadamente un año en el arca, Noé y su familia salieron a una tierra que había sido limpiada. El arca se había posado en las montañas de la cordillera del Ararat. Debido al aprecio que sentía por la bondad amorosa de Jehová, su misericordia y mano protectora, Noé construyó un altar y ofreció “algunas de todas las bestias limpias y de todas las criaturas voladoras limpias” como sacrificio a Jehová. Dios quedó complacido por esta acción y le reveló a Noé que la tierra nunca más volvería a estar maldita, que no volvería a asestar un golpe a todo de la manera como lo había hecho y que siempre habría “siembra y cosecha, y frío y calor, y verano e invierno, y día y noche”. (Gé 8:18-22.)

Jehová bendijo a los supervivientes del Diluvio y les mandó: “Sean fructíferos y háganse muchos y llenen la tierra”. Luego dio nuevos decretos para su bienestar: 1) les permitió añadir la carne de los animales a su dieta; 2) puesto que el alma está en la sangre, esta no tenía que comerse, y 3) se instituyó la pena capital regulada por la autoridad debidamente constituida. Esas leyes tenían que ser obligatorias para toda la humanidad, pues esta desciende de los tres hijos de Noé. (Gé 1:28; 9:1-7; 10:32.)

Después de emitir esos decretos, Jehová procedió a decir: “Y en cuanto a mí, aquí estoy estableciendo mi pacto con ustedes y con su prole después de ustedes, y con toda alma viviente que está con ustedes, entre aves, entre bestias y entre todas las criaturas vivientes de la tierra con ustedes, [...]. Sí, de veras establezco mi pacto con ustedes: Nunca más será cortada de la vida toda carne por aguas de un diluvio, y nunca más ocurrirá un diluvio para arruinar la tierra”. El arco iris permanece hasta este día como “señal” o recordatorio de este pacto. (Gé 9:8-17; Isa 54:9.)